La semana pasada escribí la reseña del libro Páradais (Debolsillo,2023) de la escritora mexicana Fernanda Melchor. Por eso hoy te dejo las 57 frases que más me impactaron de esta novela.
- Todo fue culpa de Franco Andrade y su obsesión con la señora Marián.
- Una doña como tantas otras, equis, a él nunca lo había impresionado.
- Ésa era la palabra que mejor la describía: más que guapa era vistosa, llamativa, como hecha nomás para clavarle los ojos, con sus curvas esculpidas en el gimnasio y las piernas descubiertas hasta medio muslo, en faldas de seda cruda o shots de lino pálido que contrastaban con el fulgor apiñonado de su piel siempre bronceada.
- Era tan obvio que estaba loco por ella; ni siquiera podría disimularlo y hasta Polo había terminado por darse cuenta.
- Un masacote de muchacho cuyos ojos inexpresivos sólo cobraban vida cuando tenían enfrente a la señora Maroño.
- Había que ser ciego o de plano idiota para no darse cuenta de los intentos desesperados del infeliz marrano por estar cerca de ella.
- Porque algo extraño le venía pasando al gordo infecto desde la llegada de la señora Marián a su vida: todo el porno que miraba le parecía una plasta de fraude grotesco.
- Polo nunca le decía nada al gordo cuando chupaban; nunca expresaba lo que verdaderamente pensaba del bato y de sus ridículas fantasías con la señora de Maroño, al menos al principio.
- Milton volvería a desaparecer del pueblo por andar en el jale con aquellos.
- Polo no era una persona violenta, propensa a estallidos de furia, eso podían preguntárselo a quien quisieran.
- Para eso te pagan, lo sermoneaba su madre cada mañana, para que hagas lo que te dicen y te calles el hocico.
- Tuviste chance de hacer estudios, más chance de los que yo tuve, o del que tuvo tu pobre abuelo que en paz descanse, y la cagaste, cabrón, la cagaste por pendejo y por huevón y ahora te toca chingarte.
- Un aliviane magnífico con el que no contaba y que por lo tanto no tendría que reportarle a su madre.
- Y bebió hasta sentir el sosiego cálido del pisto recorriendo sus miembros.
- La contemplaba de lejos, a veces con los ojos de un violador perverso, a veces con el semblante indefenso de un cordero degollado.
- Fírmalo primero y luego lo lees, qué ganas de hacerle perder el tiempo al licenciado.
- Progreso se estaba convirtiendo en un nido de maleantes y Polo corría peligro de terminar igual que su primo Milton, el sinvergüenza delincuente que lo había inducido al vicio.
- Mientras el dinero que ganaba se iba en pagar las infinitas deudas de su madre y en alimentar a la criatura que crecía en la horrenda panza de la Zorayda mientras la muy bolsona se pasaba el día echada en la mecedora, mirando caricaturas con el ventilador puesto.
- Cuando estaba seguro que nadie podría verlo ni escucharlo ni reírse de sus juegos, emprendía una matanza cruenta contra el yerberío, dando saltos y alaridos y hasta patadas voladoras cuando sentía que las matas pretendían emboscarlo.
- Polo realmente extrañaba los viejos tiempos, cuando saliendo de la escuela —o a veces sin pisarla siquiera— se iba a casa de Milton o a la tienda de doña Pacha y su primo, su casi hermano, se mochaba con los cigarros y las chelas, porque el Milton era mayor que él y ya tenía chamba y dinero para gastar y cosas que contar.
- A veces hasta soñaba con Milton; soñaba que conversaba largamente con su primo, pero nunca lograba recordar sus palabras por la mañana.
- Por primera vez, desde hacía un chingo de tiempo, se sentía dichosamente borracho; no achispado ni a medios chiles como casi siempre, sino profunda, melancólicamente
- Hacía ya tiempo que sabía que la familia nunca le ponía cerrojo a la puerta de la cocina.
- Un día que los Maroño se encontraban de viaje en el crucero, el gordo había entrado a escondidas a la casa.
- Y antes de que Polo pudiera arquear las cejas en un mohín de escepticismo, el gordo buscó en sus bermudas y sacó una bolsita de plástico con cierre hermético que abrió con dedos temblorosos para sacar con reverencia un triangulillo de encaje negro que, para asombro de Polo, el muy cerdo se llevó enseguida a las narices para olisquearlo con cada de éxtasis.
Lee aquí la reseña de Páradais de Fernanda Melchor
- ¡Qué cabrón había sido su abuelo, y qué incomprensible también!
- Él no pudo dormir hasta bien entrada la noche, en parte por el calor que hacía y en parte por el malestar que atormentaba su pobre barriga desde que había decidido que odiaría a su madre por siempre.
- Cuando se tumbaban juntos en la misma cama, cada noche durante aquel horrible viaje a Mina, Zorayda lo acariciaba con sus dedos cosquilleantes hasta ofuscarlo y dejarle la piel hormigueante y la pilinga dura.
- Al bato todo se le hacía fácil porque tenía la suerte de ser medio güero, pálido como fantasma a pesar del sol de la costa.
- Polo era prieto, no había otra manera de decirlo, y feo como pegarle a Dios en la cara, decía su madre.
- Con la mano izquierda sacó otra más pequeña, que llevaba clavada en la espalda, y se la pasó a Milton quien la tomó sin saber ni qué pedo. Quítale el seguro, le ordenó el Sapo, y le explicó cómo con mucha paciencia.
- Cada vez que trataba de cerrar los párpados y dormirse, se le aparecía enfrente la jeta llorosa del ruco jediondo, y hasta escuchaba su voz rezándole a la Virgen.
- Los que más miedo daban eran los que dormían como angelitos nomás su cabeza tocaba la colchoneta ésos sí eran unos hijos de puta de cuidado.
- El zonzo de Milton creyó que Polo se había impresionado con las cosas que le había contado y que por eso callaba, pero en realidad su silencio se debía a la insoportable tristeza de haber perdido para siempre a su primo, su mejor y único amigo.
- No, su meta en la vida era abrirse a la chingada, conseguir una lana se libre, carajo, ser libre por una pinche vez, y el puto de Milton no quería ayudarlo.
- El pinche gordo no quería chingarse a cualquier vieja: quería a la señora Marián de Maroño y él solito había llegado a la conclusión de que tendría que hacerlo a la fuerza.
- Qué más daba ya estar en cualquier lugar si el mundo entero estaba en su contra y las cosas sólo podían ir peor.
- Una cosa palpitante y viva que no tenía nombre los unió momentáneamente en la oscuridad de aquel arco cubierto de enredaderas.
- Si la mato después, no va a poder acusarme con nadie, dijo, en voz bajita.
- ¿Por qué confiaba en él? ¿Por qué le contaba todo eso?
- Al fin y al cabo, a él qué carajos le importaba lo que le pasara a la vieja esa y su insoportable familia, bola de alzados que se creían merecerlo todo.
- Aquella noche y las que siguieron Polo ya casi no pudo dormir.
- Pero en ningún momento, en ningún instante, les diría, jamás de los jamases le pasó por la cabeza la imagen de sí mismo haciéndole daño a los Maroño.
- Un samurái agrícola a la espera del ataque.
- Era como si la criatura bastara para llenarla por completo y encendiera, desde adentro, sus ojos de gata con un nuevo y deslumbrante brillo.
- Se alejó pedaleando con el culo fruncido, envuelto en las luces rojas y azules de la torretas, luces intermitentes que parecían aullar peligro, ponte verga.
- ¿De verdad estaba tan loco como el pinche gordo para seguirlo en aquel plan insensato, ridículo, pueril?
- Polo, con dieciséis años cumplidos en febrero de ese año, le tocaría la grande.
- Lo que pasó después, entre las tres y las siete de la mañana de aquel lunes de finales de julio, Polo lo recordaría como una sucesión de instantes casi mudos.
- Mientras el cuerpo de Maroño se desplomaba sobre la mesita de noche, un boquete sanguinolento floreciendo en la cuenta de su ojo reventado.
- El fulgor del miedo en los ojos verdes, límpidos como canicas, del escuincle cuando Polo le pidió que abriera la boca y mordiera fuerte el calcetín anudado.
- Los besos apasionados que le pegó a todas y cada una de las botellas que encontró abiertas.
- La bendita vuelta a la cantina, los delicados picos a las hermosas botellas de Maroño.
- Y el coraje que le dio darse cuenta de que estaba llorando, de que gruesos lagrimones le escurrían por los cachetes y que no cesaban de brotar ni aunque se los quitara a bofetadas.
- La convicción total de que había cometido el peor error de toda su vida, esta vez realmente el peor pinche error de toda su perra y miserable vida.
- Había cruzado el Jamapa en plena tormenta, en la oscuridad cerrada de aquella noche febril, y había salido purificado y redimido, o eso era lo que creía.
- Le hubiera gustado explicarle la verdad: que la culpa no era de él, que la culpa había sido del gordo, de su pinche calentura por la vieja esa que había preferido morir antes que entregarse a él.